En la entrevista que nos concedió, en mayo de este año, la directora médica de la Fundació ACE, Mercè Boada, habló con ciertas esperanzas de los avances científicos en torno al Alzheimer. La enfermedad, decía, “es una sala con muchas puertas. Ya hemos abierto algunas y seguiremos abriendo más hasta que encontremos las correctas”.
Su optimismo se basaba en los resultados de algunos estudios como el de ‘Ambar’, de Grifols, en el que se ha probado que cambiando el plasma de las personas con Alzheimer moderado por plasma nuevo, se puede frenar hasta un 60% su deterioro. Todavía no hemos encontrado una cura, pero al menos estamos dándole más tiempo y calidad de vida a los que lo padecen.
Sin embargo, estas halagüeñas perspectivas en las investigaciones chocan con los duros momentos que atraviesan los propios enfermos de Alzheimer (y sus cuidadores familiares) durante la actual pandemia. Porque el aislamiento ha afectado a todas las personas, pero su impacto negativo se ha acentuado en este tipo de demencias, que necesitan de estímulos diarios para frenar sus procesos degenerativos. Es decir, en su caso, la socialización y el contacto humano son de vital importancia.
El confinamiento ha cambiado nuestras rutinas y, para los enfermos con demencia, estas les proporcionan la estabilidad que necesitan. Tener unos hábitos y costumbres, dicen los neurólogos, ralentiza la evolución de su demencia e impide que los síntomas se hagan más evidentes. No solo eso, mantener unas actividades diarias evita los posibles cambios de humor o de conducta, en algunos casos muy violentos.
Es por este motivo que, a pesar de las restricciones impuestas durante la pandemia, desde diferentes asociaciones se insistió en la creación de nuevas rutinas, con horarios que marcasen un orden estricto y que posibilitasen una estructura positiva para los pacientes con Alzheimer. Así, se cambiaron los paseos al exterior, la estancia en los centros de día o las visitas de los familiares por nuevas ocupaciones que favoreciesen la estimulación cognitiva (manualidades, escuchar música, cuidar las plantas...) y el ejercicio físico (subir y bajar escaleras, los estiramientos...). También, manteniendo, en la medida de lo posible, el contacto social con sus familiares a través, por ejemplo, de videoconferencias.
Hay que recordar que, si bien ya no estamos confinados, los pacientes de Alzheimer son un grupo vulnerable al virus (en muchos casos por su edad avanzada) y es fundamental seguir extremando las medidas de seguridad y de higiene en nuestro trato diario para evitar los posibles contagios.
Por tanto, no solo es importante que la ciencia siga dando pasos hacia una deseable cura o, al menos,hacia algún fármaco que en el futuro pueda retrasar o paliar los efectos devastadores de esta enfermedad. Mientras tanto, también es primordial tomar conciencia del problema que tenemos sobre la mesa y que se ha visto agravado (como todo) con la crisis sanitaria.
Precisamente, el 21 de septiembre es el Día Mundial del Alzheimer y, en nuestro país, la Confederación Española de Alzheimer (Ceafa) aprovechará esta jornada para reclamar algunas mejoras en la atención a las personas que la sufren. En la actualidad, por ejemplo, denuncian que se encuentra fuera de la aplicación correcta y equitativa de la famosa Ley de Dependencia.
Entendiendo la importancia del diagnóstico precoz, desde Ceafa reivindican que se les otorguen los beneficios de la ley desde el momento mismo del diagnóstico y con independencia de la fase o estado de evolución de la enfermedad. No tiene sentido que el concepto de autonomía no cubra los primeros compases de esta enfermedad, cuando todavía conservan buena parte de sus capacidades, y en la que precisamente es vital una atención que retrase sus efectos y prolongue su calidad de vida .
El Alzheimer “es una sala con muchas puertas”, decía Boada. Algunas puede que todavía estén cerradas como una caja fuerte y que no sepamos su combinación, pero otras están entreabiertas y abrirlas solo es una cuestión de voluntades.