Hablar sobre la brecha digital se ha convertido en un cliché. Se ha repetido tantas veces la misma perorata en torno a este tema que hemos acabado por banalizar el término, como si el acceso a las nuevas tecnologías –muchas de ellas no tan nuevas– fuera una cuestión de simple actualización, de integrarse dentro de lo acostumbrado en estos tiempos. Pareciera que la famosa brecha digital solo nos alejase de una moda, de una filosofía de vida o de las moderneces de la juventud, que parece haber cambiado los juegos de mesa por los Fortnite, los libros por los smartphone, el diálogo por los whatsapps.
Sin embargo, no podríamos estar más equivocados. Este 1 de octubre, como todos los años, fue el Día Internacional de las Personas Mayores y, precisamente, en esta ocasión la ONU escogió como lema para su campaña la equidad digital para todas las edades. Y lo hizo porque la digitalización no es una quimera del futuro, sino una realidad que ya está aquí, y en la que es necesario estar presente, nunca mejor dicho.
Además, el momento es oportuno porque la pandemia ha acelerado este paso hacia lo digital que, por otro lado, era irreversible. Durante el confinamiento, Internet se convirtió en un bien de primera necesidad, una herramienta capaz de mantenernos comunicados, informados y entretenidos. La obligación de adaptarnos a la llamada ‘nueva normalidad’ ha transformado multitud de servicios como las consultas con el médico, la prescripción de medicamentos, la formación o muchos de los trámites que realizamos con las Administraciones públicas.
Por tanto, la brecha digital es una problemática que se extiende más allá de la adquisición o no de unas competencias informáticas básicas. Repercute en el día a día, tanto desde un punto de vista personal como macroestructural. Una de sus consecuencias a gran escala, por ejemplo, es la incomunicación que produce en las áreas rurales, donde la población está más envejecida, y que deriva en escasez de servicios indispensables como los sanitarios. La despoblación, de hecho, está estrechamente relacionada con esta brecha digital.
La digitalización, ese procedimiento que convierte una imagen o un libro en unos y ceros, conecta a las personas con su entorno y con el resto mundo. Permanecer ajeno a este cambio, a sus redes y conexiones, supone un verdadero aislamiento social. La brecha también está detrás de la soledad no deseada.
Por este motivo, participar en este mundo digital no es una elección, porque eso que llaman la cuarta revolución industrial –y que se refiere a las tendencias actuales de automatización, de intercambio de datos en la nube y de inteligencias artificiales– ha modificado el mundo a todos los niveles. Desconectarse complica casi cualquier gestión cotidiana que van desde los movimientos bancarios hasta los trámites necesarios para pasar la ITV del coche.
El propio sector sociosanitario, en el que las personas mayores son clientes preferenciales, evoluciona en este mismo sentido, con servicios en auge como la teleasistencia o la telemedicina que, cada vez, serán más indispensables y estarán más tecnificados.
En sociología, se denomina agencia a la capacidad de una persona para actuar en el mundo. De forma análoga, no incluir a las personas mayores en este nuevo paradigma es restarles independencia, arrebatarles la voz, su opinión y su agencia. La brecha digital es una grieta peligrosa por la que se pueden colar los derechos del individuo, que deja desprotegidos a los más débiles y que amenaza con invisibilizar a los que se queden al margen.
Hay que escapar del cliché. En pandemia, repetimos mucho lo de que nadie “se quede atrás”. En este caso, añadámosle un matiz y que nadie “se quede fuera”.