Nunca es tarde si la dicha es buena, dice un conocido refrán. Y, en el caso de la recién aprobada proposición de ley para la regulación de la eutanasia, nunca fue más cierto. Pese al áspero debate en el Congreso de los Diputados con opiniones polarizadas entre las derechas e izquierdas, lo cierto es que, según las últimas encuestas del CIS, en torno al 70% de la ciudadanía respalda la eutanasia. Además, la comunidad médica parece que también está en la misma sintonía. Al menos eso es lo que se percibe atendiendo a encuestas como la del Ilustre Colegio de Médicos de Madrid (Icomem) que, a finales de 2019, señaló que nueve de cada diez médicos en la comunidad madrileña estaban a favor de su regulación.
Ahora que sabemos que la eutanasia cuenta con una amplia mayoría parlamentaria, deberíamos pedir a nuestros políticos un debate de altura que se aleje de la crispación reinante. Sobre todo si esas controversias surgen por argumentarios que nada tienen que ver con lo que supone su regulación en España. La eutanasia no es una política encubierta para evitar los costes sociales del envejecimiento poblacional, a pesar de que el portavoz de Partido Popular en el Congreso, Ignacio Echániz, señale que “cada vez que una de estas personas es empujada al fallecimiento por la vía de la eutanasia, el Estado está ahorrando muchísimo”. La eutanasia es una opción personal en el que la clave es la voluntad: no se “empuja” a nadie porque es un derecho básico que se posee, pero no se impone. Por otro lado, en esta despenalización de la muerte asistida, además del derecho a decidir de la persona, también se contempla el derecho de los médicos a la objeción de conciencia. El quid, la voluntad personal.
La eutanasia no entra tampoco en conflicto con los cuidados paliativos, como a veces se está sugiriendo en el debate político. Los profesionales sanitarios seguirán prestando estos cuidados a los pacientes graves, al igual que la sedación terminal, que evita el sufrimiento en la fase final de una enfermedad. Es decir, como apuntó el ministro de Sanidad, Salvador Illa, aunque cree necesaria y probable una regulación, en paralelo, de la aplicación de los cuidados paliativos, esta “no sustituye ni hace innecesaria” la referente a la eutanasia.
En cambio, el verdadero debate debería enfocarse en resolver las dudas que genera su regulación en algunas cuestiones. Por ejemplo, como la que plantean las asociaciones españolas vinculadas al Alzheimer, que piden que esta enfermedad y otras demencias no sean excluidas de la futura ley. Determinar, por tanto, qué enfermedades cumplen con los criterios que establece la ley, y saber cómo se actuará en cada caso es indispensable.
También es relevante analizar la experiencia de otros países que han legalizado la eutanasia hace años para sacar conclusiones y evitar posibles tropiezos. Por ejemplo, ¿se abusa de la norma tras su legalización? Los datos aportados por los Países Bajos desde 2002 sugieren que no, o por lo menos el aumento de los casos fue anecdótico.
Finalmente, habría que evitar que la ley solo acabe siendo efectiva en algunas regiones. Es un peligro real. Según la Asociación Derecho a Morir Dignamente (DMD), la proposición de ley incluye la creación de Comisiones de Control y Evaluación autonómicas, es decir, que podría surgir un ‘veto a la eutanasia’. Para evitar el llamado “turismo interior sanitario” que ya se produjo antes con el aborto, la DMD propone seguir el procedimiento de otros países como Bélgica o Canadá, con comisiones de evaluación, pero posteriores al fallecimiento.
Quedan muchas cuestiones en el aire, pero conviene que las discusiones en torno a la eutanasia se centren en las competencias y garantías de la futura ley. Quizá esta regulación no llegue a tiempo para muchas personas que han sufrido enfermedades graves, invalidantes e incurables, pero también sabemos que nunca es tarde para una muerte digna.