En la Segunda Guerra Mundial se libraron dos grandes batallas: la de Stalingrado, que se cobró la vida de casi dos millones de víctimas; y otra microscópica, contra las bacterias. A la Historia le importan mucho más los hechos políticos –y le sobran motivos para ello–, pero morir en la trinchera por una infección bacteriana no era nada fuera de lo común. Tal fue la mala suerte de los soldados que, además de las obvias pérdidas asociadas a la guerra, el tratamiento definitivo contra muchas de estas infecciones llegó casi al mismo tiempo que el final de la contienda, cuando finalmente la comunidad científica dio la razón al médico escocés muy desordenado que, en 1928, dejó mal cerrada una placa de Petri en la que crecía un cultivo de Staphilococcus aureus. El médico advirtió su error cuando días después, en vez de encontrar un cultivo de S. aureus, tenía una muestra llena de moho. Lejos de desechar la muestra, la puso bajo el microscopio y pudo observar que, donde había crecido aquel hongo, las bacterias morían.
Así fue como Alexander Fleming descubrió la penicilina, o lo que es lo mismo: los antibióticos, un tipo de medicamento que revolucionó la medicina de la época y que, en la actualidad, continúa salvando millones de vidas de infecciones como la neumonía o la meningitis, por mencionar algunas. Lo que no sabía Fleming –que, por cierto, no se hizo con su merecido Nobel hasta 1945, casi 20 años después de su descubrimiento– era que su hallazgo estaría en peligro de caer en saco roto décadas después, con la aparición de “superbacterias” que ni la penicilina ni otras familias de antimicrobianos son capaces de destruir. ¿Qué ha pasado?
EL MILAGRO DE LOS ANTIBIÓTICOS
La introducción de los antibióticos en el vademécum supuso un antes y un después en la medicina. Enfermedades que hoy en día se curan fácilmente, como algunas infecciones de oído o ciertas sinusitis, podían resultar en desenlaces fatales hace tan solo 80 años. Ana Molinero, doctora en Farmacia y vicepresidenta primera de la Sociedad Española de Farmacia Clínica, Familiar y Comunitaria (Sefac), explica para entremayores que este tipo de fármacos actúan normalmente contra las bacterias, pero también contra algunos hongos, y su acción consiste en inhibir el crecimiento de estos patógenos. Sin embargo, “son completamente inefectivos frente a los virus”, indica Molinero, a lo que añade que “por mucho antibiótico que utilicemos para tratar, por ejemplo, una gripe, no solo no la va a curar, sino que probablemente estemos provocando más daño que beneficio”.
Y es que los antibióticos no son medicamentos que viajen por el cuerpo hasta encontrar el foco de la infección, sino que destruyen todo lo que encuentran en su camino, es decir, todos los microorganismos benignos que constituyen la microbiota humana. Se trata, por tanto, de una terapia agresiva, pero claro está, “cuando hay una infección, lo primordial es combatirla”, asevera Molinero.
El camino de los antibióticos como panacea de la medicina no fue ni está siendo de rosas. La teoría de la selección natural de Darwin se aplica también a las bacterias, y no pasaron ni cinco años desde la introducción de la penicilina en la práctica clínica cuando se empezaron a registrar casos de Staphylococcus aureus resistentes a este antibiótico. La ironía quiso que este mismo patógeno, el que Alexander Fleming cultivaba en su laboratorio cuando se le coló accidentalmente un poco de penicilina en esa placa de Petri, fuera el primero en convertirse en resistente. Afortunadamente, en 1947 ya había un plan b, otros antimicrobianos –la meticilina y, más tarde, la oxacilina– que se utilizaron para paliar las infecciones de esta bacteria que causa algunas neumonías y meningitis y que se transmite por contacto de piel a piel. De nuevo, se ganó la batalla, pero no la guerra: el Staphilococcus aureus resistente a la meticilina (SARM), contra el que tampoco pueden hacer nada otras familias de antibióticos, apareció en 1961 en Inglaterra y, a lo largo de los años, ha evolucionado para sobrevivir a otros tratamientos.
En la actualidad, la S. aureus no es la única “superbacteria” al acecho. Las hay por decenas, y todas ellas son consecuencia del mismo error: el uso excesivo e inadecuado de los antimicrobianos, “tanto en humanos como en animales”, apunta María del Mar Tomás Carmona, investigadora del Instituto de Investigación Biomédica (INBIC) y portavoz de la Sociedad Española de Enfermedades Infecciosas y Microbiología Clínica (SEIMC). Aunque ahora está prohibido en muchos países, hasta hace no mucho tiempo era muy común emplear antibióticos para estimular el crecimiento físico de los animales en las instalaciones ganaderas. Algo que, inevitablemente, repercutió en la salud humana a través del consumo de productos cárnicos que, de alguna manera, estaban “llenos” de antibiótico. De ahí que la Organización Mundial de la Salud haya acuñado recientemente el término One Health (‘Una Salud’), para referirse a la vinculación e interdependencia entre la salud humana y la veterinaria. De hecho, si se llegase a demostrar que la Covid-19 tiene origen animal, no haría más que ratificar la importancia de asumir estas “dos sanidades” como una sola.
LAS RESISTENCIAS, UNA CONDENA A MUERTE
Volviendo a la salud humana, la realidad es que el consumo de antibióticos es bastante común. Se usan para acabar con las infecciones de orina (como la fosfomicina) y algunas neumonías, bronquitis o sinusitis (como la amoxicilina, el ácido clavulánico o el ciprofloxacino). Pero si alguno de estos fármacos se topa con una superbacteria, habemus problemas: no hay segundas opciones. “Si tienes una superbacteria y ningún antibiótico funciona, hay que esperar a que la enfermedad remita por sí sola”, afirma la vicepresidenta de la Sefac. Al preguntarle si es posible que esto suceda, Molinero responde que “normalmente, no”, y la situación se complica si se trata de pacientes mayores, así como “inmunodeprimidos, ingresados en una UVI o trasplantados, porque los estamos condenando a muerte”.
Por su parte, Tomás Carmona detalla que “determinadas infecciones provocadas por bacterias resistentes podrían presentar mayor capacidad de desarrollar la infección”, es decir, pueden ser más contagiosas. “Además, las infecciones provocadas por bacterias resistentes a los antimicrobianos son cada vez más frecuentes no solo en el hospital, sino en el ámbito comunitario”, añade. De este modo, algunas neumonías, tuberculosis, gonorreas y salmonelosis pueden llegar a ser muy difíciles de tratar, si no imposible.
El de las bacterias resistentes a los antibióticos no es un problema menor: en Europa mueren unas 33.000 personas al año como consecuencia de las superbacterias (4.000 de ellas, en España), lo que implica un coste anual de 1.500 millones de euros al año en la Unión Europea (UE). “Si no se toman medidas, se estima que, en el año 2050, las resistencias a los antimicrobianos podrían causar diez veces más muertes y gasto”, sostiene Tomás Carmona.
EL ROL DE LAS RESIDENCIAS
En Europa, un 5,8% de las personas que viven en residencias tienen prescrito un antibiótico, según un estudio de Eurosurveillance, dependiente del European Centre for Disease Prevention and Control (ECDC). Un tercio de estos medicamentos se emplea para prevenir el desarrollo de una infección bacteriana, algo que el médico de familia, investigador y coordinador del proyecto europeo para la reducción de resistencias a los antibióticos Happy Patient, Carl Llor, considera “inapropiado” y, según el caso, incluso “innecesario”, sobre todo, teniendo en cuenta que en muchas ocasiones, las pautas de tratamiento antibiótico de los usuarios de las residencias pueden durar desde los seis meses a los dos años.
Una de las infecciones bacterianas más comunes en entornos residenciales es la de orina. Sin embargo, aquellos usuarios con “síntomas de infección del tracto urinario, como mal olor o color turbio, son efectivamente sospechosos de padecer una infección, pero si luego se analiza la orina, no se vería absolutamente nada”, explica Llor, quien añade que “lo que ocurre es que, muchas veces, el diagnóstico no puede esperar por el resultado de un cultivo, que puede tardar dos días, y lo que hacen los profesionales es tratar directamente. De forma innecesaria, pero tratar”.
La otra cara de la moneda reside en las neumonías, ante cuya sospecha sí es necesario iniciar el tratamiento antibiótico, puesto que las complicaciones pueden darse en cuestión de horas y producir un grave deterioro en el paciente –especialmente, cuando el perfil de paciente del que estamos hablando es mayor, frágil y con otras enfermedades de base, como la EPOC–. “Esto se hace por dogma médico, pero por suerte, la neumonía no es la más frecuente de las enfermedades respiratorias”, señala Llor. En definitiva, se crea un “círculo vicioso” debido al tiempo necesario para realizar un cultivo y la necesidad de celeridad a la hora de prescribir un tratamiento lo más inmediatamente posible teniendo en cuenta el perfil de usuario de residencia, que propicia un uso preventivo e innecesario de los antibióticos.
Por otro lado, en las residencias se da un fenómeno a nivel microscópico, que son las infecciones nosocomiales, es decir, infecciones que no se dan en la calle, en casa o en el trabajo. Esto sucede también en hospitales –las famosas infecciones hospitalarias son ejemplo de ello–, puesto que son espacios de institucionalización que tienen su propio “microcosmos”, algo muy peligroso si una superbacteria entra a formar parte de él: “Una persona mayor con una infección de orina que resiste a los antibióticos puede servir de reservorio para otras personas que están en contacto con ella”, explica el coordinador de Happy Patient.
LA CLAVE: UN USO RESPONSABLE
Sobran motivos para empezar a emplear los antibióticos con pies de plomo. Desde el punto de vista del paciente, las líneas a seguir para evitar la aparición de superbacterias son bien simples, pues cuando se prescribe un antibiótico, este viene con instrucciones que indican la dosis por día. En cuanto a la dosificación, “hay que ser muy estrictos en las tomas, porque será necesario mantener una concentración en sangre constante de ese antibiótico. Si no lo hacemos, habrá momentos en que tengamos menos concentración, momentos que las bacterias aprovecharán para crecer y, por tanto, la infección no estará bajo control”, explica Molinero. Lo mismo ocurre con el número de días en que se toma el medicamento: “Si a una persona le duele la cabeza y toma paracetamol, deberá dejar de tomarlo cuando se le pase el dolor. Esto no ocurre con los antibióticos. Es posible mejorar a mitad de tratamiento, pero la infección sigue estando”, aclara la vicepresidenta de la Sefac.
Naturalmente, quien decide cómo será la dosificación y su duración es el médico, un profesional que en los últimos años ha visto cambiar en varias ocasiones la normativa sobre la prescripción de estos fármacos. Esto se debe a la implementación en España de los Programas de Optimización del Uso de Antibióticos (PROA) que coordina el Plan Nacional contra las Resistencias a los Antibióticos (PRAN), una agencia del Ministerio de Sanidad que lleva activa desde el 2014 y cuya actividad clave reside en vigilar el consumo de los antibióticos y controlar las resistencias que puedan surgir. Gracias al PRAN, el uso de antimicrobianos ha descendido considerablemente en España, concretamente, en un 32,4%. “Sin embargo”, señala Tomás Carmona, “deben analizarse los datos del consumo de antibióticos durante la pandemia de Covid-19”, puesto que “han podido verse incrementados debido al aumento de la presión asistencial”. En el contexto europeo, cabe señalar que España ha mejorado su puesto en el ranking de consumo de antibióticos, colocándose en 2021 en el número 22 de los 27 países que informan sobre estos datos al Centro Europeo para el Control y Prevención de Enfermedades (ECDC, por sus siglas en inglés).
Pese a todo, 4.000 muertes al año evitables a través de un uso responsable de los antibióticos no son asumibles. No es de extrañar que haya expertos que tilden a las resistencias como la “segunda pandemia del siglo XXI”. La buena noticia: estamos a tiempo de prevenirla. Sobre todo, porque con este “armamento” farmacológico no podemos permitirnos estar a las puertas de la extinción de los antibióticos.