La polémica está servida. Recientemente, hemos sabido que la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha incluido la vejez en la última versión de la Clasificación Estadística Internacional de Enfermedades (CIE-11), en la sección de ‘síntomas generales’, que se aplicaría a partir de enero del próximo año. Es decir, de ser así, la vejez pasaría a ser una enfermedad en sí misma, una decisión que ha indignado a multitud de asociaciones en instituciones nacionales e internacionales –sobre todo hispanohablantes–, y sorprendido a otros tantos profesionales de la Gerontología en todo el mundo.
Los días sucesivos a la noticia, las declaraciones en contra de esta nueva conceptualización de la vejez fueron unánimes, señalando lo antinatura de la propuesta, y destacando su carácter discriminatorio hacia las personas mayores. Sin embargo, pese a todo el ruido que se generó alrededor –y mientras escribimos estas líneas– la OMS todavía no se ha pronunciado al respecto.
Aunque el debate nos pudiera parecer novedoso, lo cierto es que se trata de un tópico muy antiguo, una cuestión de la que se habló largo y tendido incluso antes de lo que seguramente nos podríamos imaginar. Ya en el 349 a. de C., en ‘Generación de los animales’, Aristóteles decía que la enfermedad era “una vejez adquirida” y la vejez, “una enfermedad natural”. A pesar de esta visión negativa, en la Antiguedad existía bastante polarización en torno a este tema. Incluso antes de Aristóteles, fue Hipócrates el que desarrolló varias teorías sobre el envejecimiento: no entendía la vejez como una patología, sino como una irreversible “evolución natural”. Lo mismo que reflexionó tiempo después Galeno de Pérgamo, otro defensor de esta postura, que sostenía que la ancianidad (proceso natural) no era una enfermedad (contraria a la naturaleza).
Sin irnos tan lejos, aquella popular expresión de “morir de viejo” –que ha ido desapareciendo con el tiempo debido a la mayor información y a los grandes avances médicos– era como vulgarmente nos referíamos al fallecimiento por “causas naturales”, es decir, asociando, como los griegos de aquella época, el avejentamiento con la propia naturaleza humana.
La pregunta que cabría hacerse es por qué la OMS decide ahora, en contra de la opinión experta generalizada, catalogar a la vejez como un síntoma de enfermedad. ¿Qué significa en la práctica?
En este sentido, es interesante la reflexión de Diana Aurenque Stephan, directora del Departamento de Filosofía de la Universidad de Chile, que en una columna de opinión en The Clinic apunta que, quizá, haya querido enfatizar esta relación con la intención de “reconocer la necesidad de que los sistemas sanitarios se hagan cargo de darle una real cobertura a la vejez”. Aurenque Stephan explica que “cuando una condición o estado es clasificado como una enfermedad, se generan nuevas obligaciones e incluso derechos legales que los ciudadanos pueden reclamar”. Aun así, la filósofa chilena está lejos de defender esta posición ya que, como señala después, aunque existieran buenas intenciones, “la relación ofende con razón”.
La OMS es una institución que abandera el envejecimiento saludable en todo el mundo, más si cabe en esta década que comienza. Sin embargo, sería cuando menos sorprendente que, en su afán por proteger a las personas mayores, cayese en el mismo ‘edadismo’ contra el que lucha desde hace años.
Las implicaciones de esta decisión son numerosas y todas negativas. Implica convertir en patología otra etapa de la vida más, y supone también un prejuicio dañino para todas aquellas personas que, dentro de lo esperable, envejecerán en salud (a ser posible).
Aunque la vejez pueda ser una fase incapacitante, en la que aparecen con mayor probabilidad algunas dolencias crónicas y diversas fragilidades, eso no significa que se deba estigmatizar. La vejez no es igual para todas las personas, porque ni siquiera la edad cronológica, biológica y psicológica siguen siempre los mismos patrones.
La OMS debería entender mejor que nadie que, si de lo que se trata es de ocuparnos de la vejez, el camino correcto continúa siendo promover el envejecimiento activo y que Gobiernos y sociedad se impliquen en ello. Lo contrario no solo no es acertado, es además ofensivo y un retroceso.