La empatía es un sentimiento imprescindible para el aprendizaje. Es así porque identificarse con el otro sugiere algo más profundo: la capacidad de aprender a través de las experiencias y de las emociones.
Para empatizar necesitamos el contacto con los demás y si algo está poniendo de relieve la pandemia de la Covid-19 es que, para bien o para mal, estamos conectados. Para bien, ajustamos la mascarilla, nos quedamos en casa o dejamos dos metros de distancia. Para mal, nos contagiamos, enfermamos, lloramos. Es decir, con la empatía y el contacto, no solo aprendemos mejor y más rápido, sino que todo se vuelve real.
En 2020, se cumplen 20 años de la declaración de los Derechos de las personas mayores en la Carta Social Europea, pero seguimos hablando de las mismas cuestiones de siempre: del rediseño de los cuidados, la reforma de la Ley de Dependencia, la soledad no deseada, la discriminación por edad, los malostratos…
En algunos casos, la Covid-19 ha iluminado todavía más estas problemáticas; por ejemplo, como pudimos comprobar en un informe de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), en el que se denunciaban las decisiones clínicas basadas en la edad ante la escasez de recursos sanitarios. La ONU reconocía que la crisis estaba acentuando la discriminación de las personas mayores, en referencia a los triajes que algunos países llevaron a cabo en las UCI. Seguro que les suena.
También, y por el Día Mundial de las Personas Mayores –que se celebra todos los 1 de octubre–, cada entidad escogió un tema central sobre el que concienciar a la sociedad. Algunas incidieron en la vulneración de los derechos de los mayores, como la Mesa Estatal, que reclamó políticas públicas y estrategias de intervención que potencien el empoderamiento y abandonen su enfoque asistencial y proteccionista. Otras enumeraron sus medidas prioritarias, que van desde el incremento de la inversión en el sistema sociosanitario y residencial, hasta una nueva mirada a la vejez sin estigmas negativos.
Sin embargo, mientras los problemas parecen ser (casi) los mismos, algo sí que ha cambiado: nosotros.
El coronavirus ha transformado todo lo que nos rodea e instalado la preocupación permanente en nuestras casas. No obstante, la pandemia nos ha hecho comprender mejor hasta qué punto formamos parte de un grupo (familia, amigos, sociedad), de un conjunto (comunidad, país, mundo). “El hombre es un ser social por naturaleza”, que decía Aristóteles, reflexión que precisamente habla de cuánto nos necesitamos los unos a los otros para simplemente sobrevivir.
Entonces, ¿seguiremos observando estos problemas de la misma manera ahora que estamos “más conectados”, ahora que un virus nos ha hecho empatizar a la fuerza con lo propio y lo ajeno, con lo que nos afecta directamente y con lo que vemos en el telediario?
Lo cierto es que, ahora que han desaparecido los abrazos, es cuando más cerca y unidos debemos estar; ahora que el problema y la solución caminan de la mano o que, en tiempos de Covid-19, se tocan con el codo. Porque igual que estas dificultades nos afectan a todos, el remedio pasa por generar espacios de encuentro para revolver este entuerto también entre todos.
Porque es socializando como podemos garantizar la autonomía de las personas y la manera en que detectamos su aislamiento –con redes de proximidad, acompañamiento vecinal o con la propia asistencia primaria–. Y es a través de lo colectivo que podemos escuchar (una propuesta), investigar (una vacuna), paliar (un dolor), reeducar (unos prejuicios).
Aprovechemos la empatía. Saquemos algo en claro, aprendamos de todo esto.