“La semana pasada me ingresa un paciente de 90 años con Alzheimer severo, y dependiente por inmovilidad. Procede de una residencia, sin familia; y cuya medicación incluye... ¡Solo 20 fármacos diarios! Al alta, recomiendo suspender 13, para empezar”. Este fue el mensaje que dejó en una red social el médico internista en el Hospital de Jaca Alberto de Dios, hace unos meses. Insulina, anticoagulantes, estatinas o analgésicos eran algunos de los medicamentos que formaban parte de la casi interminable lista de medicación activa, cuyas primeras prescripciones databan de finales de mayo de 2013.
Las reacciones no se hicieron esperar. “¿Y está vivo? ¡Qué resistencia!”, manifestaba una sorprendida doctora, a quien le respondían que quizás es gracias a todos esos medicamentos que el hombre haya podido “llegar a una edad tan avanzada”. Pero, ¿cuál es la realidad sobre este tipo de prescripciones? ¿Están los mayores sobremedicados? ¿Es frecuente este juego de recetar y ‘desrecetar’ o es simplemente una consecuencia más de envejecer?
“Esta situación es bastante común”, determina el doctor Francisco Tarazona, vocal de la Sección Clínica de la Sociedad Española de Geriatría y Gerontología (Segg); “especialmente en los pacientes geriátricos con mayor comorbilidad”, es decir, cuando aparece un nuevo trastorno asociado a una enfermedad que el paciente ya tenía. No obstante, el experto advierte que la prevalencia de la polifarmacia –consumo de varios medicamentos a la vez– es elevada, y se sitúa entre el 40 y el 60%, lo que favorece la presencia de prescripciones inadecuadas y, con ello, la sobremedicación. De hecho, para el doctor Tarazona, no existe un perfil de paciente mayor polimedicado, sino un “paciente mayor con un problema de polifarmacia”.
“Lo importante”, destaca Tarazona, “es que ningún adulto, y especialmente el mayor, tome fármacos que no necesita”, ya que existe el riesgo de que se originen eventos adversos provocados por las prescripciones múltiples. El objetivo siempre será que el estado de salud del paciente mejore.
MÁS PREVENCIÓN, ¿MÁS SALUD?
Aunque lo visto hasta ahora parece sencillo –no medicar a menos que sea estrictamente necesario y beneficioso–, en realidad, no lo es. Por ejemplo, ¿qué debería hacer un médico con un paciente cuyas mediciones de presión arterial dan a entender que se aproxima hacia la hipertensión, pero todavía no la padece? Si no se hace nada al respecto, el problema podría volverse real y abocar al paciente a padecer una enfermedad que está en fase evitable. En cambio, si se le prescriben antihipertensivos, los niveles podrían estabilizarse hasta volver a la normalidad.
La cuestión es compleja, pero abarcable. Lo primero que hay que tener en cuenta es que existen tres tipos de prevención: primaria, secundaria y terciaria. En prevención primaria, las medidas más importantes están relacionadas con el estilo de vida –hacer ejercicio, seguir una dieta saludable–, aunque también pueden ser medicamentosas. En este sentido, Tarazona explica que hay que considerar cuánto tiempo tarda el fármaco en beneficiar al paciente. “Hay medicamentos cuyo beneficio en prevención primaria se demuestran tras cinco o diez años tomando el fármaco. No tendría mucho sentido prescribirlo a un paciente de 90 años”, ejemplifica.
Por otro lado, los casos de prevención secundaria y terciaria se dan cuando la enfermedad se está desarrollando o ya se ha tenido, respectivamente, y la prescripción debe iniciarse en el momento en que la balanza entre el riesgo que supone su toma y los beneficios que produce se inclina hacia el segundo factor.
MEDICAMENTOS QUE PRESCRIBEN MÁS MEDICAMENTOS
La finalidad y razón de ser de un fármaco se mueve entre el alivio de los síntomas de una enfermedad y la cura de dicha dolencia. No es secreto que, por ejemplo, el bien querido paracetamol se limita a reducir el dolor temporalmente, sin hacer nada por eliminar su causa.
Este cometido de alivio sintomático no siempre se emplea como consecuencia de una enfermedad. Son muchos los fármacos que generan efectos secundarios que, en aras de preservar el bienestar del paciente, es necesario mitigar. Así nacen las llamadas ‘cascadas de prescripción’. “Son muy frecuentes”, admite el doctor Tarazona, “y se deben a múltiples factores, como la escasez de tiempo de los profesionales en ciertos niveles asistenciales y la falsa creencia de que existe una píldora para cada síntoma”. Todo esto desemboca en que, “al final, el remedio termina siendo peor que la propia enfermedad”. Es por ello que el experto recomienda revisar periódicamente los medicamentos que aparecen en la lista de medicación activa y tener en cuenta los productos de parafarmacia que el paciente puede consumir o consume, ya que estos también pueden originar interacciones.
SABER QUÉ TOMAMOS
Es muy importante que, desde la consulta del médico de cabecera, se advierta al paciente sobre las posibles interacciones de medicamentos que se suelen utilizar de forma autónoma –como el citado paracetamol– con otros fármacos prescritos, y del daño orgánico que puede causar el medicamento por sí solo: “El ibuprofeno es un fármaco desaconsejado en la población mayor por el incremento del riesgo cardiovascular, el posible deterioro de la función renal o el daño gástrico asociado a su uso”, explica Tarazona. En este sentido, “las especialidades transversales, como la Geriatría y la Atención Primaria, tienen mucha tarea de educación sobre los riesgos de la automedicación”.
Y no solo eso. La toma de muchos medicamentos influye en otros aspectos de la vida diaria, como la dieta o las actividades. “Un único fármaco puede generar necesidades específicas”, alega el vocal de la Segg. De hecho, según la Fundación del Corazón, el anticoagulante más famoso y que muchas veces se toma como prescripción única, el Sintrom, debe compaginarse con un aumento en el consumo de alimentos ricos en vitamina K –verduras de hoja verde, coles y vísceras como el hígado–.
Algo similar sucede con las benzodiacepinas (antiepiléptico y relajante muscular), que, igual que el Sintrom, suelen ser el único medicamento que toma el paciente. “La disminución en el tiempo de respuesta que ocasionan puede generar un mayor riesgo de caídas y problemas en la conducción”, por lo que se vuelve vital explicar al paciente “por qué y para qué se le prescribe un fármaco, y cuáles son las precauciones que debe tener en cuenta durante el tratamiento”. En última instancia, siempre resta la atenta lectura del prospecto.
El resultado es que el exceso de medicación puede provocar problemas de salud como incontinencias urinarias, caídas o fracturas, “algo nada inhabitual”, matiza el experto. Y así es como lo que pretendía ser un beneficio para el paciente –nadie prescribe con finalidad dañina– se convierte en un “perjuicio que, en ocasiones, genera graves consecuencias”.
DESCOORDINACIÓN
Cuanto más crónico, más se pisa la consulta de facultativos especialistas. La Cardiología, la Neumología o la Neurología son algunas de las especialidades más visitadas por los mayores, y muchas prescripciones inadecuadas se dan en este momento, debido a que el especialista tiene en cuenta solamente uno de los problemas de salud del paciente, y no al paciente en general. Es por esta razón que el doctor Tarazona recomienda hacer un examen periódico de los fármacos que toma el paciente en todos los niveles asistenciales.
Concretamente en las personas mayores con varias enfermedades, “la visión integral del geriatra puede ayudar a priorizar qué medicamentos son los esenciales para cada paciente”, así como determinar qué otros, “aunque correctos para la enfermedad aislada, están empeorando su calidad de vida”.
Sin embargo, los médicos y los especialistas no son los únicos que pueden ayudar a las personas a gestionar sus medicamentos y detectar irregularidades.
EL ROL DEL FARMACÉUTICO
Sin los farmacéuticos y sin el modelo de farmacia español, no se podría garantizar el acceso seguro a los medicamentos. Con el fenómeno del envejecimiento de la población, aparece una inexorable y creciente prevalencia de pacientes crónicos. De hecho, el 70% de los mayores de 65 años tiene, al menos, una enfermedad crónica. En una sociedad de estas características, el profesional de la Farmacia se convierte un experto en medicamentos cercano que también puede proveer de educación sanitaria.
En 1994, la Organización Mundial de la Salud definió la Farmacia Comunitaria –una de las muchas especialidades de la disciplina farmacéutica– como aquella que tiene vocación de servicio a la comunidad, una “orientación asistencial que se traduce en un mayor enfoque sanitario plasmado en la provisión de servicios asistenciales”, en palabras de Lola Murillo, vicepresidenta de la Sociedad Española de Farmacia Comunitaria (Sefac). Esto quiere decir que los farmacéuticos también pueden atender a los pacientes más allá de la dispensación de medicamentos, a través de “servicios relacionados con la salud pública, la vacunación, dejar de fumar o calcular el riesgo vascular”, apunta Murillo.
Por supuesto, entre esas otras competencias, también pueden revisar el uso de los medicamentos, conciliar su medicación, preparar el sistema de dosificación y ayudar a la adhesión al tratamiento. De hecho, según el estudio Indica+Pro, promovido por la Sefac, el 70% de las consultas médicas por síntomas menores podrían tratarse directamente desde la farmacia, suponiendo un ahorro de millones de euros para el sistema sanitario. Eso podría hacerse realidad si todo el servicio farmacéutico tuviera carácter comunitario, algo que está muy cerca de hacerse realidad: de los 75.000 farmacéuticos que ejercen en España, 50.000 son comunitarios. Es por eso que ya son muchos los pacientes que acuden a la farmacia para hacer consultas sobre su salud.
Volviendo a la sobremedicación, con la entrada en vigor de los sistemas de receta electrónica, “los farmacéuticos vemos hasta cuatro veces más a los pacientes que los médicos en sus consultas”, asegura Murillo. Así fue como el farmacéutico se convirtió en el primer agente sanitario en detectar problemas con la medicación de muchas personas mayores, e incluso en notar que el tratamiento no se está tomando de forma adecuada. Esto se debe a que “actualmente, los farmacéuticos tenemos más contacto con el paciente que el médico, especialmente en farmacias rurales”, a lo que hay que añadir la saturación de las consultas de Atención Primaria y el poco tiempo que los médicos disponen para atender a los pacientes.
EL FÁRMACO MÁS PELIGROSO
Uno de los grupos de medicamentos que los farmacéuticos tienen prohibido dispensar sin receta son los antibióticos. Los motivos son varios, pero básicamente, se debe a razones de seguridad. Además, en los últimos años, ha nacido una nueva alerta sanitaria con respecto al uso de estos fármacos: la aparición de las superbacterias –aquellas que los antibióticos nos pueden eliminar porque se han adaptado para sobrevivir a ellos–, causadas por el mal uso, y excesivo, de estos medicamentos.
A raíz de este panorama, el Ministerio de Sanidad, a través de la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios (Aemps), creó el Plan Nacional frente a la Resistencia a los Antibióticos (PRAN). Su cometido es disminuir o frenar el crecimiento de las resistencias a los antibióticos y su impacto en la salud pública a través de reducir el consumo de estos fármacos. De hecho, desde 2015, el consumo de antibióticos bajó un 7,4% en el sector comunitario, lo que se traduce en tres millones de envases menos. “Un progreso muy significativo si se considera que el 93% del consumo de antibióticos nacional se realiza en el ámbito comuntario”, destacan desde la Aemps.
El problema social de los antibióticos radica en que muchas personas creen que son los fármacos que matan virus, y terminan usándolos para curar resfriados o gripes. La realidad es que el gran descubrimiento de Fleming solo es eficaz contra infecciones causadas por bacterias, y las instrucciones de uso (toma y dosis) deben realizarse al pie de la letra para asegurar su funcionamiento. Es al incumplir estas indicaciones cuando pueden aparecer las resistencias.
Hasta ahora, se creía que, cuanto mayor es la toma de antibióticos, más frecuencia de superbacterias. Jesús Rodríguez Baño, experto en Epidemiología e Investigación Clínica, lo desmintió en un estudio reciente: “Hemos demostrado que, en realidad, existen unos dinteles de consumo en algunos antibióticos, a partir de los cuales, cualquier pequeño aumento ‘dispara’ las resistencias. Pero, si no se sobrepasa ese dintel, no hay problema”, explica el doctor.
Esto es importante porque, hasta hace poco, se trabajaba “a ciegas”. “Queríamos reducir el consumo, pero no sabíamos cuánto o de qué antibióticos, y para qué resistencias”. Además, los microorganismos resistentes estudiados son muy frecuentes. Entre ellos, figura el temido E.coli, “muy común en personas mayores que viven en residencias”, matiza Rodríguez Baño.
Y, en general, es muy importante tener cuidado con el uso que se le da a los antibióticos entre el colectivo senior. Sus condiciones orgánicas los predisponen a estas infecciones, haciéndolos más proclives a ser consumidores de estos fármacos y, por lo tanto, a desarrollar resistencias. Un ciclo sin fin que, si la senda de las investigaciones en este campo continúa siendo tan fructífera, verá su fin en un futuro próximo.
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