Decía Joaquín Sabina hace poco, en una entrevista en La Sexta para el programa de Jordi Évole, que lo que más le dolía en esta crisis sanitaria era “la incertidumbre de la gente más desasistida. A la que ni siquiera la familia puede enterrar con un cierto rito de amor”. El cantautor proseguía en su argumentación desvelando quiénes eran esas personas “desasistidas” con un par de frases certeras que señalaban, a las claras, lo injusto de esta dura pademia de la Covid-19: “Me duele muchísimo que la parte que peor lo está pasando son las personas mayores de los centros geriátricos, porque esas fueron las que salvaron a muchísimas familias de la crisis económica anterior, cuidando de los niños o dándoles la pensión para que comieran. Y ahora esta cabrona crisis se está cebando con ellas de una manera insoportable”.
Tiene razón Sabina. En 2008, cuando nos sobrevino la recesión financiera, fue el colectivo senior el que precisamente capeó el temporal con sus ahorros; esos mayores que, además, pasaron de ser abuelos a niñeros por obligación para ayudar a los padres a conciliar su vida laboral con los quehaceres diarios; los que sostuvieron, en definitiva, parte del que llamamos Estado de bienestar y que, como contrapartida, vieron cómo se reducía su poder adquisitivo y se les congelaban las pensiones.
Sin embargo, no solo es injusto que el coronavirus haya golpeado sobre todo a la población más envejecida. En realidad, la mayor injusticia de esta pandemia se ha filtrado silenciosamente entre nosotros, en todos los rincones y hogares de nuestro territorio, y hemos participado de ella casi sin darnos cuenta. Porque de manera inconsciente, y atendiendo a la gestión y comunicación de esta insólita crisis sanitaria, hemos menospreciado a las personas mayores.
Los ejemplos –algunos sutiles, otros cristalinos– están ahí, en la propia información que recibíamos todos los días. ¿Recuerdan cómo durante los primeros compases se restó importacia al virus porque “solo” afectaba a personas de cierta edad? Incluso después, cuando la cifra diaria de fallecidos ya era demasiado dolorosa, seguíamos apresurándonos a matizar que, en su mayoría, se trataba de ancianos, con patologías previas... cómo restándole gravedad al asunto. Que no cunda el pánico todavía, parecíamos sugerir.
Y lo que no supimos ver es que no se trataba de hacer comparaciones, porque esta “cabrona crisis”, que decía Sabina, nunca nos dejó elegir. Por suerte o por desgracia, nadie nos va a preguntar qué preferimos ni hasta cuándo. La Covid-19 se ha llevado a personas de todas las edades y condiciones, y es cierto que ha afectado más a los ancianos. Esa es nuestra única realidad y no se puede aliviar especulando con otras realidades alternativas.
Cuando pase todo esto, será el momento de “valorar los daños”, analizar la gestión y atribuir responsabildades. También, de sacar conclusiones, para que la próxima vez estemos mejor preparados. Sin embargo, y por el momento, nuestro lado debe de estar con los más vulnerables y con aquellos que luchan por cuidarlos y protegerlos.
Nuestro personal sanitario ha contado estos días de cuarentena con el aplauso (merecido) de todos los ciudadanos. Y quizá, también de forma inconsciente, nos hemos olvidado un poco del resto de trabajadores que asisten a nuestros mayores, ya sea atendiéndolos en sus domicilios o en las residencias.
Estos profesionales han trabajado sin descanso a pesar de no contar con los recursos necesarios, sin los equipos de protección pertinentes y con un número insuficiente de test de diagnóstico. Y varias patronales del sector residencial se han quejado del agravio comparativo que ha existido entre los hospitales y los centros de mayores, a pesar de que en estos últimos la enfermedad, por lógica, tiene una incidencia y una mortandad mayor.
Desde este editorial, nuestro aplauso y aliento más sincero para todos aquellos que resisten y nos ayudan a resistir. Porque todos somos importantes, sin comparaciones.